“Vendo riñón para hacerle la fiesta de 15 años a mi hija”, puede leerse entre los comentarios de una nota periodística, donde decenas de personas ofrecen sus órganos desde distintas partes de América Latina. ¿Se trata de un simple lunático? Al investigar el perfil de Facebook de este aparente padre desesperado, puede apreciarse que se trata de un desconocido peleador de taekwondo argentino, galardonado en otros países de la región. ¿Es una farsa? O, por el contrario, ¿será simplemente un deportista con intenciones de atraer a la prensa?
Aquellas dudas se disipan cuando Maximiliano Javier Almandoz aparece en el punto de encuentro para la entrevista: el Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires, a pocos metros de su empleo. Tiene 40 años, es mozo en La Rural —un predio de la Sociedad Rural Argentina (SRA) destinado a diversos eventos— y tiene un pequeño almacén barrial en uno de los ambientes de su casa en González Catán, una ciudad humilde del partido de La Matanza, provincia de Buenos Aires. Mientras se cumplen cien años de la Revolución rusa, cuando miles de trabajadores tomaron el poder por asalto y dictaron sus propias reglas, un siglo más tarde de aquel histórico acontecimiento el contexto es bien distinto para este obrero sudamericano.
“Trabajo 17 horas por día, de lunes a lunes, no tengo alternativa”, comenta el curioso personaje, como si fuera su carta de presentación. Entre las dos actividades acumula “14.000 pesos mensuales (800 dólares)”, es el único ingreso de la familia y alcanza con lo justo para mantener a su pareja y sus dos hijos. Esa es la pelea más difícil.
Este año Almandoz ganó dos medallas de ororepresentando a la Argentina en el exterior y obtuvo la de plata en el torneo nacional, pero admite que “no se puede vivir del taekwondo”. Todos los premios parecen poca cosa si no puede satisfacer los deseos de Araceli, su hija de 14 años. Aun así, sus logros casi anónimos son una verdadera hazaña para el deporte argentino, aunque poco retribuida. Entre la familia y los trabajos, Javier encuentra pocos ratos para entrenar, pero los aprovecha al máximo. Cuando hay competiciones, sus jefes le dan permiso para ausentarse unos días y poder disputar los torneos, que suelen durar tan solo un fin de semana. Al fin y al cabo, tener un empleado con medallas de oro colgando de su cuello no está nada mal.
Un tipo de oro
Tras competir dos años en Buenos Aires, por su buen rendimiento le ofrecieron representar al país en Chile, en el Open 2017 de Viña del Mar. Para viajar no hubo avión, fueron 25 largas horas en micro que concluyeron en una serie de enfrentamientos consecutivos, casi maratónicos: tres peleas el sábado y dos el domingo. Dentro de su categoría —hasta 80 kilogramos— había 17 competidores brasileros y chilenos. Almandoz fue el único argentino.
“Representar al país fue una emoción muy grande, porque llevé mi bandera”, se enorgullece, y recuerda: “La final fue contra un chileno y los árbitros también lo eran. En el público golpeaban bombos, parecía una cancha de fútbol. En realidad, era todo Chile contra mí solo, fue como arrancar 3-0 abajo. Yo era un pichoncito, con mi familia. No sabés lo que fue”. Cada etapa tiene tres rounds de dos minutos y medio: “No terminan más, te están pateando todo el tiempo sin parar”, describe.